Hacía ya unos meses -en junio del anterior año 1980- que Torcuato Fernández Miranda había muerto, y Juan Carlos -el Borbón impuesto por Franco como muestra del monarquismo del militar golpista antiguo gentilhombre del Alfonso huido por Cartagena en 1931- ya no tenía la cobertura inteligente de aquél político que con tanta efectividad había movido los hilos para que quien juró los “principios” del Movimiento Nacional hiciera lo mismo poco tiempo después respecto a una Constitución de elementales rasgos democráticos aun no asentados pero presentada como una alternativa al régimen totalitario que simbólicamente había concluido en 1975, una constitución que había sido aceptada por una izquierda acomodaticia más atenta a un supuesto ruido de sables que al contenido aparentemente democrático del nuevo régimen monárquico encarnado por alguien que educado, formado, desde los ocho años bajo la égida de un dictador mantenía y encarnaba junto a los rasgos de elitismo clasista de la institución que se quería restaurar los de la ramplonería y mediocridad de la dictadura que lo había impuesto.
Tras la muerte de Fernández Miranda dio un paso al frente Armada, antiguo preceptor de Juan Carlos cuando el padre de este lo envió a ser educado por el dictador. Armada, militar y de aristocracia media, siempre había sido la sombra del sucesor de Franco pero sin posibilidad de competir con el inteligente Fernández Miranda, personaje este fundamental en todas las actitudes y aparentes responsabilidades constitucionales del ocupante de la Zarzuela, un valido, Torcuato, que sería honrado (en el espectáculo monárquico todos son simbolismos) con el Gran Collar del Toisón de Oro que había pertenecido a toda la saga dinástica carlista y que aún no se sabe quién lo entregó a la Zarzuela tras haberlo custodiado incluso el mismo Don Alfonso Carlos.
Armada, y en ello ya no hay duda alguna, fue el “elefante blanco” que se esperaba para encabezar el enderezamiento posfranquista del régimen con vuelta a las esencias bajo un cierto disimulo o barniz de vergonzante constitucionalismo. Mas o menos lo que desde siempre había preconizado la clase dominante que tenía en el eterno veraneante de Estoril puestas sus esperanzas.
Cada vez hay menos dudas de que Juan Carlos estuvo al tanto de todo desde antes del principio, como también que el “socialismo” de Felipe González y demás compañeros se habría prestado al juego diseñado por los artífices del golpe.
Es un insulto a la más elemental inteligencia la versión que machaconamente se nos repite que Juan Carlos salvó la Democracia con su intervención televisiva pasada la una de la madrugada del día 24 de febrero, y que si no apareció antes fue porque no disponía de medios para ello, sin embargo, nadie menciona que si carecía de transmisión televisiva sí podía haberlo hecho radiofónicamente, medio este que instrumentalmente es mucho más simple, fácil de instalar y asequible.
Ni se intentó, y la espera se prolongó 18 horas hasta que a quien ocupaba el palacio de la Zarzuela se le informó del total fracaso de aquel esperpento siendo obligado por la evidencia a intentar salvar su comprometida situación leyendo aquél mensaje cuya autenticidad en cuanto a su compromiso con la libertad y la democracia como mínimo se sigue cuestionando, pero que -para vergüenza de la clase política, especialmente de la autoproclamada izquierda nacional- fue defendido por los instalados en la calle Ferraz de Madrid, para escarnio de la memoria del primer Pablo Iglesias.
Armada, al igual que todos los militares de aquella impresentable chuscada, sería procesado y sometido a enjuiciamiento, con el resultado de una condena de seis años en un confinamiento (aquello se parecía poco a una prisión, incluso con salidas a restaurantes de las cercanías), sentencia que ni tan siquiera se llegaría a cumplir en su totalidad puesto que -se alegó- dado su “grave estado de salud” era inhumano mantenerlo en “prisión”.
Armada marchó a su Galicia natal donde moriría en 2013 a los 90 años, era evidente que pese a haber sido indultado de su condena a 6 años en razón a su mala salud la misma era de hierro. Todo vergonzoso pero transigido, si no bendecido por los demócratas del entero arcoíris partidista parlamentario de este país.
Una absoluta vergüenza cuya culminación es no solo intentar exculpar al hoy fugado emérito sino llegar a más y atribuirle la santificación mediante la burda argucia de que a él se debió el fracaso de aquello, aunque lo realmente vergonzoso sea, al cabo de tantos años, que tan infame versión no sea contestada por quienes abogaban por una república ni por quienes se consideran herederos de los viejos antisistema y hoy detentan el poder. E.
https://partidocarlista.com/23-f-verguenza-nacional/